Costumbres y comportamientos en la antigua Roma.
Uno de los aspectos menos
agradables de las 144 letrinas públicas que llegaron a existir en Roma durante
el Imperio era el xylospongium, es decir, una esponja sujeta a un palo que los
usuarios la compartían; pero había otros inconvenientes aún más dramáticos para
el aguerrido romano que sentase allí sus posaderas. Uno de ellos era el que
procedía de las ratas y culebras que vivían en el sistema de alcantarillado y
que podían subir y morder sus carnes. Esto era ciertamente desagradable, aunque
no tan peligroso como exponerse a las llamas por la acumulación de metano,
capaz de producir una explosión. Digamos, pues, que un romano se jugaba la vida
al sentarse en las letrinas.
No es de extrañar, por
tanto, que aquellas gentes trataran de precaverse contra cualquier desagradable
eventualidad, recurriendo a hechizos y símbolos que escribían o dibujaban en
las paredes. Creían que la risa podía expulsar a los demonios que allí habitaban,
por lo que a veces los arqueólogos han encontrado caricaturas. Otras veces era
una imagen de la diosa Fortuna la que guardaba el lugar, y los usuarios, si no
llevaban demasiada urgencia, se detenían a orarle.
Como se puede imaginar,
por muchas precauciones higiénicas que se trataran de tomar, las letrinas
tenían que estar llenas de bacterias, lo que propagaba epidemias como el tifus
o el cólera. Afortunadamente, la mayoría de la gente contaba con instalaciones
en su propio hogar, no conectadas con el sistema de alcantarillado, con lo que
evitaban a las ratas. Pero tampoco resultaba un espectáculo idílico, puesto que
se situaban junto a la cocina donde preparaban la comida, como se ve en la
imagen. La mezcla aromática debía de ser impresionante.
A las deficientes
condiciones higiénicas se unían las excentricidades de la medicina de la época.
Los médicos romanos hacían cosas tales como recoger la sangre de los
gladiadores muertos y venderla como medicina para curar la epilepsia. Peor aún:
otros les sacaban el hígado para comerlo crudo en nueve dosis. En cuanto a los
gladiadores vencedores, su sudor se envasaba en frasquitos y se vendía como
afrodisíaco a las mujeres, o bien se elaboraba con él una crema facial que,
supuestamente, las hacía irresistibles para los hombres.
Para los enfermos resultó
muy frustrante que dejara de haber combates, pero los médicos encontraron
entonces otro remedio y comenzaron a recetar sangre de prisioneros decapitados.
Tampoco resultaba muy
higiénico y saludable aplicar excrementos de cabra a las heridas. Según Plinio,
los mejores se recogían en primavera y se dejaban secar, pero en caso de
emergencia servían también los frescos. El lector podría pensar, tal vez, que
no hay cosa peor, pero se equivocaría; la hay: los conductores de carro los
hervían y les añadían vinagre, o bien los molían y los mezclaban con las
bebidas. Se suponía que proporcionaban mucha energía. Plinio afirma que el
propio Nerón los bebía cuando quería reunir fuerzas para llevar un carro.
En realidad no debía
resultar tan difícil para un romano vencer los escrúpulos hacia los excrementos
si tenemos en cuenta que utilizaban la orina, tanto humana como animal, para
blanquear los dientes. Esta tenía, además, otros usos: por ejemplo como
fertilizante de la fruta, o para lavar la ropa o curtir el cuero. La orina se
compraba y Vespasiano dispuso que al hacerlo se pagara un impuesto por ella.
Algunos talleres tenían a la entrada recipientes en los que la gente podía
aliviarse, y luego recogían el contenido que servía para su negocio.
No eran estas cuestiones
las que hacían vomitar a los romanos, sino los banquetes de los más
acaudalados, que a veces consistían en llenar el estómago hasta casi reventar.
Séneca cuenta que cuando ya no quedaba espacio para más, vomitaban para después
poder seguir comiendo y embriagándose. Es igualmente curioso que no se
retiraran para hacerlo en privado, sino que utilizaban recipientes dispuestos a
tal efecto en torno a la mesa, y a veces lo hacían directamente en el suelo. Un
esclavo se ocupaba de limpiarlo.
Los romanos eran, en
general, pudorosos. Tenían inhibiciones sexuales y límites muy estrictos al
comportamiento que consideraban socialmente aceptable. Por ejemplo, después de
la noche de bodas una esposa decente no debía permitir que su marido volviera a
verla desnuda, y dejarse ver ligera de ropa por otro hombre podía implicar un
comportamiento próximo al adulterio, incluso al incesto si el hombre era de la
familia. Sin embargo, así como no tenían pudor para defecar en compañía o
vomitar en público, tampoco lo tenían para llenar sus ciudades de arte
abiertamente erótico.
Cuando se descubrieron las
ruinas de Pompeya, algunos de los hallazgos resultaron tan embarazosos para la
gente del siglo XVIII que permanecieron encerrados en una habitación secreta
durante mucho tiempo. Los pompeyanos llenaban de grafitis obscenos las paredes
y ofrecían al visitante, como si fuera la cosa más natural, la estatua de Pan
asaltando sexualmente a una cabra. Para indicar la ubicación del burdel más
próximo encontraban adecuado como señal un pene con la punta en dicha
dirección.
Esto no representaba
ningún escándalo para ellos. Por el contrario, a veces hombres y mujeres
llevaban amuletos de bronce en forma de pene en torno al cuello, por
considerarlo un símbolo protector. Y, como tal, se dibujaban en lugares
peligrosos para conjurar el mal.
Parece que eran igualmente
desinhibidos a la hora de hacer un “calvo”, y que no siempre elegían la ocasión
más adecuada, según nos narra Flavio Josefo, al describir unos disturbios que
tuvieron lugar en Jerusalén en el año 66. Era la Pascua de los judíos, y los
soldados romanos tenían que mantenerse alerta por si había alguna revuelta. Su
misión era mantener la paz, pero uno de ellos, “levantó la parte de atrás de su
ropa, se giró de espaldas, y con las posaderas hacia ellos se agachó de modo
indecente y emitió un sonido maloliente hacia donde estaban ofreciendo un
sacrificio”.
Los judíos, como era de
esperar, se enfurecieron. Exigieron el castigo del insolente y comenzaron a
arrojar piedras a los soldados romanos, que tuvieron que pedir refuerzos. Así
fue como comenzaron unos disturbios de grandes proporciones en Jerusalén. Al
llegar los refuerzos, el pánico produjo una estampida fatal que causó más de
mil muertos.
Referencias fotográficas:
https://www.pinterest.es/
Fuente: De Reyes, Dioses y
Héroes. Revisión y Diseño: elcofresito.
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