Breve historia de las drogas en la milicia.


Posiblemente, todos hemos oído hablar más de una vez acerca de la adopción, de forma más o menos discreta, de determinadas substancias estimulantes en los ejércitos modernos para levantar los ánimos de la tropa. Las famosas anfetaminas que, al parecer, ya se empezaron a distribuir durante la Gran Guerra y que se extendieron a la 2ª Guerra Mundial, Corea, Vietnam, etc., permitían al personal soportar el cansancio, la falta de sueño y, por supuesto, les insuflaba bríos renovados para terminar como auténticos y verdaderos héroes. Sin embargo, el empleo de substancias estupefacientes es en realidad más antiguo que muchas costumbres, y ya hay constancia del uso del opio entre sumerios y asirios desde hace nada menos que 6.000 años. La planta de la alegría la llamaban porque, al quemar en pebeteros la semilla de las amapolas (papaver somniferum) agarraban unas experiencias de antología y se ponían muy contentos sumidos en un estado de placidez y tranquilidad similar al que se siente cuando, por fin, la familia política da por terminada la visita y se van.


El consumo reiterado de estas substancias tenía una serie de efectos secundarios bastante singulares, pero el peor de todos era la adición. El término adicción proviene del latín ADICTVS, en referencia a que era la condición social que adquiría un deudor al pasar a servir como esclavo a su acreedor hasta saldar la deuda. Así pues, de la misma forma que el moroso se veía esclavizado también el consumidor de drogas acababa siendo esclavo de las mismas. Pero, además de los derivados de determinadas hierbas como el cáñamo o la coca, tradicionalmente han sido el vino y las bebidas alcohólicas en general las más usadas para envalentonar al personal. Los griegos, especialmente proclives al consumo de vino hasta límites extraordinarios en el delirium tremens, solían ponerse a tono antes de entrar en batalla con algunas copas, costumbre que aún se practica en casi todos los ejércitos del mundo. Recordemos el "valor Domeq" a base de brandy de la guerra civil española, o el consumo de vodka en cantidades industriales entre las tropas rusas durante la 2ª Guerra Mundial.


De hecho, a pesar de que los cruzados importaron a Europa el hashis y que los andalusíes lo conocían sobradamente, la cosa es que en el Viejo Continente la substancia que siguió empleándose en los ejércitos como estimulante fue el alcohol en general y el vino en particular, entre otras cosas porque se lo consideraba como un eficaz reconstituyente y una importante fuente alimenticia. Así pues, mientras que las culturas orientales desde Oriente Próximo hasta la China o la India seguían con el opio y sus derivados, en la Europa las tropas se conformaban con el trago. Es más, las raciones de vino, ron o aguardiente estaban institucionalizadas desde hacía bastante tiempo, y se distribuían entre las tropas de la misma forma que el rancho. Sin embargo, el cruel destino quiso que también los europeos fuesen partícipes de las nebulosas cerebrales que producen estas substancias, y su introducción entre las tropas no fue buscada, sino más bien hallada. De este tema irá esta entrada, de modo que, tras el preámbulo de rigor, vamos al grano...


En 1798, el entonces general Bonaparte, partió del puerto de Tolón al frente de un numeroso contingente con destino a Egipto con la finalidad de establecer una base de operaciones que permitiera a los franceses disponer de puertos seguros tanto en el Mediterráneo como en el Mar Rojo. El objetivo no era otro que crear una especie de cabeza de puente de cara a atacar posteriormente las posesiones en la India de los ingleses, así como intentar menguar su cada vez más pujante imperio oriental. Para los que anden despistados, esta fue la expedición en la que 151 científicos y estudiosos de las materias más diversas acompañaron a Napoleón para, de paso, ir aprendiendo cosas sobre el mundo más allá de los límites de su país. Recordemos que la famosa Piedra de Rosetta fue hallada por el capitán Bouchard precisamente durante esta desembarco, y fue la que permitió a Champollion descifrar la hasta la entonces arcana y misteriosa lengua jeroglífica.


Cuando llegaron a Alejandría el 1 de julio de aquel mismo año, los más de 36.000 hombres de la Armée d'Orient se encontraron con una desagradable sorpresa: los musulmanes tenían terminantemente prohibido el consumo de alcohol, por lo que, una vez terminadas sus ya escasas reservas de morapio, se quedaron sin su ración diaria de tres demiards, aproximadamente 0,7 litros de tintorro que tan felices los hacían al término de la dura jornada. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que los moros, muy ladinos ellos, tenían un eficaz sustituto que compensaba con creces la ausencia de cualquier bebida alcohólica: el hashis. Esta cosa se obtenía de la resina extraída de los pedúnculos y las hojas del cáñamo (cannabis sativa), la cual mezclaban con los alimentos y las bebidas o bien en forma de una pasta de color verde elaborada, además de con hashis, con mantequilla, hierbas aromáticas y cacahuetes. Otra forma de consumo era inhalando el humo producido por las semillas de la planta puestas a tostar, con lo que la experiencia era de más entidad.

Pero además de poner al personal levitando, el hashis tenía una gran ventaja, y es que era muy barato y lo podían conseguir en todas partes porque, simplemente, era el sustituto del alcohol entre los musulmanes, y ciertamente lo consumían en grandes cantidades. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que Napoleón pudo observar que los efectos de esta resina no eran precisamente adecuados para la milicia ya que, en vez de animarlos y darles coraje para la batalla, los sumía en un plácido estupor y se quedaban atontados mientras durasen los efectos de la porquería aquella. Y lo peor no era que toda la Armée se estuviera quedando atocinada, sino que se habían convertidos en unos adictos que jamás se saciaban, y en cuanto se les pasaban los efectos querían más.


Pero mientras que los profanadores de iglesias estaban colocándose todo el día, Napoleón decidió volver a Francia porque la campaña en Oriente ya no podía reportarle más que problemas y, ante todo, estaba su carrera fulgurante hacia el poder absoluto, así que a principios de agosto de 1799 partió de allí, dejando al mando al general Jean-Baptiste Kléber para que se arreglara como pudiera con los ingleses en plan borde y sus tropas todo el día viendo colores. A la vista del tenebroso panorama que estaban tomando las cosas, se decidió construir una destilería para devolver al personal sus hábitos de siempre, fabricando ron y brandy a base de dátiles ya que allí no se criaba otra cosa con la que producir destilados de ese tipo. El brebaje resultante era bastante decente, pero para entonces ya era tarde. La Armée se había convertido en un ejército de drogadictos de tomo y lomo, y además habían llegado a la conclusión de que los efectos del hashis eran mucho más gratificantes y, encima, no producía resaca, así que siguieron echando "mierda" en la comida o se ponían ciegos inhalando sahumerios dentro de sus tiendas de campaña.


Kléber duró en el mando menos de un año porque el 14 de junio de 1800 un sirio de origen kurdo por nombre Suleiman al-Halebi le metió una puñalada en el corazón que lo dejó seco allí mismo. Por cierto que los civilizados y progresistas franceses que juzgaron en consejo de guerra al kurdo practicaron el medioevo con él, porque en vez de mandarlo fusilar o ahorcarlo lo empalaron, tardando el asesino unas cuatro horas en morir. Para que luego hablen de la égalité, la fraternité. Bueno, la cosa es que tras la repentina jubilación anticipada de Kléber tomó el mando el general Jacques-François Menou, que en 1798, tras la llegada de la Armée d'Orient a Alejandría se casó con una mora riquísima y se convirtió al Islam, adoptando el nombre de Abd Alláh-Jacques. Es evidente que tuvo muy claro eso de "allá donde fueres haz lo que vieres".

Bien, la cuestión es que Abd Alláh-Jacques decidió acabar de una vez con el vicio entre sus cada vez más mustias tropas que, al decir de su comandante en jefe, se estaban convirtiendo en "un grupo de escarabajos". En octubre de 1800 emitió un edicto por el cual se prohibía el consumo de hashis y, además, se castigaría a los propietarios de los establecimientos que lo vendiesen. El edicto estaba formado por tres artículos:

Artículo 1. Queda prohibida en todo Egipto la ingesta de bebidas que los musulmanes preparan a partir del cáñamo, así como la inhalación de semillas de cáñamo. Quienes adoptan el hábito de fumar y beber esta planta pierden la razón y sufren virulentos delirios durante los cuales tienden a cometer toda suerte de excesos.

Artículo 2. Queda prohibida en todo Egipto la preparación de bebidas con hachís. Las puertas de los cafés y restaurantes donde se sirve deberán ser tapiadas y sus propietarios presos por espacio de tres meses.

Artículo 3. Todas las pacas de hachís que lleguen a las fronteras deberán ser confiscadas y quemadas públicamente.


Ahí donde la ven, el edicto de Menou fue la primera ley moderna que prohibía el consumo de drogas. Está de más decir que no sirvió de nada porque, además de lo enviciados que estaban a aquellas alturas, ya sabemos que basta con que nos prohíban algo para que nos entren más ganas de desobedecer. En todo caso, cuando los franceses se largaron de vuelta a su verde patria en agosto de 1801 con el rabo entre las piernas y más derrotados que un vampiro en una tienda de crucifijos a manos de los ingleses, se llevaron consigo tanto el vicio como el producto del mismo. Naturalmente, los académicos que acompañaban al ejército, muy interesados por las aplicaciones médicas del hashis, se llevaron consigo cantidades suficientes para distribuirlas por diversos laboratorios de Francia para su análisis y estudio. A una de las conclusiones, quizás muy importante, a la que llegaron es que el cannabis que se criaba en la India y en Oriente Próximo tenía unos efectos mucho más potentes que los que llegaron inicialmente a Europa, bien a manos de los cruzados, bien los que cultivasen los andalusíes, por lo que esa podría ser tal vez la causa de que no gozase de la difusión que luego tuvo el que llegó de manos de la Armée d'Orient. Al parecer era cosa del clima, creciendo las variedades de efectos más fuertes en zonas cálidas.


El consumo de hashis se propagó en Francia como una epidemia vírica. En pocos años se convirtió en la típica travesura de los intelectuales y la alta sociedad; a los primeros porque, según ellos, les estimulaba la cosa creativa en sus magines, y a los segundos porque se aburrían como galápagos y con esa porquería salían de sus monótonas y aplatanantes existencias. De hecho, en 1844 se creó el Club des Hashischins, nutrido por grandes personalidades del mundo de la cultura y el arte en general como Delacroix, Dumas, Balzac, Baudelaire y Gautier, que se reunían en el hotel Pimodan de París y lo consumían en la forma de pasta que mencionamos anteriormente.

Bueno, así fue como el hashis fue introducido en Europa y como el ejército francés fue el primero de Occidente en padecer la lacra de las drogas. Obviamente, no pasaron muchos años hasta que los más denodados defensores de su consumo, encabezados por Baudelaire, que hasta compuso en 1860 un poema dedicado a esa nociva resina, se percataron de que sus efectos en la sociedad no eran nada prometedores. Pero para entonces ya era demasiado tarde. En cuanto a su utilidad militar, fue totalmente opuesta a lo que luego se consideró como adecuado ya que el hashis no era un estimulante, sino todo lo contrario. En todo caso, ya saben a quién agradecer la importación de esa porquería para desesperación de tanta gente que ven como a causa de un simple porro sus hijos acaban enganchados a los más letales alcaloides.


Fuente: Amo del Castillo:
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