EL NAUFRAGIO DE LA MÉDUSE

 


La balsa de la Medusa es uno de los cuadros más conocidos del Museo del Louvre. Es una obra maestra de la pintura romántica que sorprende al espectador por su dramatismo y dimensiones. Fue ejecutada por el pintor francés Théodore Géricault, quien quiso narrar visualmente una tragedia marina en un espacio de veinticinco metros cuadrados. La pintura representa un instante de un naufragio que tuvo lugar ante las costas del Senegal en 1816 y que hizo correr mucha tinta por diversos motivos. Fue una tragedia que se pudo haberse evitado.

El 16 de junio de aquel año salió de la isla de Aix, en la costa atlántica francesa, una expedición formada por cuatro barcos y 365 personas. Más de la mitad viajaban en La Méduse, la nave capitana. La misión de aquella expedición era comprobar que los ingleses habían abandonado el Senegal -ocupado en el transcurso de las guerras napoleónicas- y desembarcar allí soldados, funcionarios y colonos a fin de consolidar el dominio francés en esa parte de África. Desde el siglo XVIII Francia poseía territorios coloniales en la costa africana que en virtud de los tratados de París de 1814 y 1815 le fueron restituidos.


Mandaba la expedición el conde Hugues Du Roy de Chaumerays, un monárquico que, como otros partidarios del Antiguo Régimen, había emigrado a Inglaterra en 1791 para salvar la cabeza durante el Terror. Con la caída de Napoleón y el regreso de los Borbones al trono francés, Luis XVIII quiso premiar la fidelidad del aristócrata con un alto cargo, el de capitán de mar y de guerra. El conde, que ya había cumplido los cincuenta años, hacía mucho tiempo que no había pisado el suelo de un barco y cometió graves errores que costaron la vida a muchos hombres de su navío. Ignoró incluso algunas instrucciones que le había dado el ministro de Marina.

Tras pasar el cabo de Finisterre, una tempestad dispersó la pequeña flota. Puesto que tenía prisa en llegar a su destino, el comandante dejó atrás las naves que se rezagaron. Siguiendo la costa mauritana, la nave capitana se dirigió hacia una zona de aguas poco profundas, infestada de bancos de arena. Los navegantes europeos expertos conocían muy bien aquella peligrosa zona y la evitaban. Pero quien mandaba la expedición distaba mucho de ser un ducho y cauto navegante. Así, el 2 de julio la nave capitana encalló en uno de los bancos de arena. Todos los esfuerzos que se hicieron para sacarla de allí fueron inútiles. Era un barco grande, una fragata, el orgullo de la marina gala. La nave se ladeaba cada vez más y grandes cantidades de agua penetraban en el casco. Aquel fue el primer acto de la tragedia.


El 5 de julio el capitán ordenó abandonar la nave. El capitán, los oficiales, las mujeres y los niños fueron los primeros en ocupar los botes salvavidas. Pero en éstos no había espacio suficiente para el resto de los viajeros. Entonces el carpintero de la nave ideó la construcción de una enorme balsa -tenía quince metros de largo por siete de anchura- con palos, tablones, maderos y cuerdas. La intención era remolcar la gran balsa con sus ocupantes hasta la costa con los botes.

La balsa debía contener ciento cincuenta personas, además de barriles de harina, vino y agua, y una caja de galletas. El peso era excesivo y la construcción empezó a hundirse mucho antes de completar su carga; hubo que tirar al mar muchos barriles. Aun así se la balsa se hundió hasta dos palmos. El caos reinaba en ella. Pronto se impuso allí la ley del más fuerte. Todo eran empujones, puñetazos e incluso cuchilladas.


Poco a poco, los hombres de los botes que remolcaban la balsa fueron aflojando la cuerda que los unía a la balsa. Finalmente, la balsa se separó de los botes y quedó a su suerte. ¿Fue un accidente? ¿O bien los hombres de los botes cortaron la cuerda? En el proceso judicial que tuvo lugar más tarde en Rochefort no se esclareció este punto. La cuestión es que la balsa permaneció a la deriva trece días, durante los cuáles ocurrieron en ella escenas dantescas. Quienes navegaban en la plataforma no tenía ninguna brújula, ningún mapa, tampoco remos ni timón. Su situación era desesperante.

El naufragio se había producido en pleno verano en una zona tropical. El sol era abrasador y los náufragos apenas podían protegerse de su rigor. La sed y el hambre les atormentaba. Durante todos aquellos días no cayó ni una sola gota de agua. Los más sedientos bebían sus orines, los más hambrientos la carne de sus compañeros muertos. Algunos de los náufragos que no sabían nadar no quisieron prolongar más su agonía y se tiraron al agua. Otros enloquecieron. Solo resistieron los más fuertes física y psicológicamente. Estallaron incluso diversos motines, con muertos. Gradualmente, el número de náufragos se fue reduciendo. Después del último motín solo quedaban a bordo de la balsa treinta hombres. Aligerada de tanto peso, ésta ya no se hundía tanto como al principio.


El 17 de julio los supervivientes fueron rescatados por el Argus, uno de los barcos que integraban la expedición y que había quedado rezagado. A partir de los relatos escritos por dos náufragos afortunados. Géricault, convirtió la tragedia en una obra de arte que pasaría a la historia. A diferencia de otras recreaciones pictóricas de tragedias reales, Géricault se documentó muy bien antes de ponerse manos a la obra.

Pero esto no es todo, porque el caso de La Méduse se politizó. Napoleón, prisionero de los ingleses, estaba en Santa Helena, pero en Francia quedaban todavía muchos partidarios del emperador. Los bonapartistas usaron aquella tragedia como arma política. Acusaron al gobierno borbónico de corrupción y nepotismo, entre otras cosas.


Hugues Du Roy de Chaumerays, fue uno de los supervivientes de aquel histórico naufragio. Viajó en uno de los botes, no en la balsa. Fue uno de los primeros en abandonar la nave cuando esta encalló en un banco de arena sin remedio. Tuvo que comparecer ante un tribunal de guerra y su nombre fue borrado de la lista de oficiales de la marina. También fue condenado a tres años de prisión militar por no haber sido el último en abandonar La Méduse. Como era de esperar, no cumplió la pena por haber sido fiel a la causa borbónica cuando estalló la revolución.

El naufragio de La Méduse es uno de los episodios más oscuros de la historia de la marina francesa. Confiar el mando de una expedición a un hombre que durante casi treinta años no había capitaneado una nave fue un grave error que pagaron con su vida muchos hombres tras innombrables padecimientos en el mar.

Autor: Josep Torroella Prats (Historiador)

Comentarios

Entradas populares de este blog

El desaparecido tesoro de los Incas.

El Virreinato del Río de la Plata y su economía

La historia de Rollo, el vikingo del que descienden muchos monarcas europeos.

Costumbres y comportamientos en la antigua Roma.

Historia de la avenida 24 de Mayo, Quito, Ecuador.

La misteriosa piedra de Petradox.

El Imperio español vs El Imperio británico: Legado patrimonial

Recuerdos del Quito antiguo: La Plaza Arenas, su historia y fotografías.

La historia de Jeremiah Johnson, el devorador de hígados, en cuya película sobre su vida fue caracterizado por Robert Redford.

Siete propuestas de Bernie Sanders, el candidato que pone nerviosa a la élite liberal de EEUU