En Quito, Ecuador: El arte de comer en el siglo XIX.
La historia de las naciones está conformada no solo por el
estudio formal que se hace de los eventos más importantes y sobresalientes,
sino que estos están encadenados con otros de menor envergadura que rozan con
la cotidianidad.
Es justamente en este marco que aparece el arte de la mesa
quiteña de la que hablaremos en este artículo, particularmente, la mesa de la
aristocracia que dirigía el país en el siglo XIX, y que como veremos a
continuación poco tuvo que envidiarle a la de los más lujoso palacios europeos.
Sin embargo, para entenderla en su verdadero contexto abarcaremos el tema desde
las mismas bases y no solo en el momento de la comida.
La cocina
El área destinada a la cocina estaba ubicada generalmente en
la planta baja de las casas quiteñas, o en algún lugar alejado del tras-patio,
de manera que la actividad que allí tenía lugar rara vez era visto por los
invitados. Sin embargo, en algunas ocasiones también se podía encontrar en la
llamada planta noble (segundo piso), como sucedía en la casa de Antonio José de
Sucre y la Marquesa de Solanda.
El cocinero era un empleado de lujo, pues no había muchos en
la época y llegaban a imponer sus condiciones de trabajo. Las familias de clase
media-alta tenían una cocinera, pero eran rechazadas y mal vistas por los
cocineros de renombre, pues consideraban que no sólo sabían cocinar pocos
platos sino que, además, llevaban a sus familias a chismosear en la cocina y
metían los dedos en las ollas.
Los ingredientes que se usaban provenían generalmente de las
haciendas que las familias poseían en distintas partes del país, aunque
existían elementos como las especias, el aceite y los vinos que debían ser
traídos desde Europa y eran considerados un verdadero lujo debido a los precios
exorbitantes que podían alcanzar. Los primeros enlatados aparecieron casi a
finales del siglo y se convirtieron también en un artículo de lujo.
El comedor
Sorprendentemente el espacio que hoy conocemos como comedor
no existió en las casas de ninguna parte del mundo occidental sino hasta el
siglo XIX, ya que anteriormente las comidas se hacían sobre mesas pequeñas
desmontables o plegables en las salas; de ahí es que deriva el dicho "poner
la mesa".
La introducción de este espacio en la vida cotidiana fue
influenciado por los palacios de la monarquía, que llevaban dándose ese lujo
desde el siglo XVIII. Las nuevas áreas se distinguían entonces entre el comedor
de diario y el de gala, estando el primero cerca de la cocina y el segundo en
el área de las salas de gala.
Además de la mesa central, desde mediados de siglo aparecen
en el comedor los aparadores, que no son otra cosa que las rinconeras
coloniales con una vitrina en la parte superior diseñada para exhibir la
costosa y elegante vajilla de la casa. Esta opulencia se logró gracias a la
democratización de la orfebrería emprendida por empresas como Christofle.
Un servicio de mesa completo a mediados del siglo XIX podía
alcanzar un gran número de piezas dedicadas tanto al desayuno, el almuerzo, la
hora del té(o chocolate en el caso quiteño)
la cena o merienda. Por ejemplo, Napoleón III de Francia, le regaló al
emperador de Maximilaino de México, una vajilla de 4.938 piezas. En esta época
comenzaron a aparecer también las copas para los distintos usos, que se
colocaban en la mesa de acuerdo a un orden específico.
Las paredes de los comedores, inicialmente desprovistas de
adornos, comenzaron a exhibir tapices y cuadros, generalmente con motivos de
bodegones y la caza. También había consolas para colocar las fuentes que no
cabían en la mesa. El mobiliario solía ser oscuro y en algunos casos las sillas
tenían diseños relacionados con la comida, como frutas.
Aparece también el ante-comedor, un salón donde entre
charlas se esperaba a que comenzara la cena. Mientras tenía lugar la comida, en
este mismo espacio se colocaban los calientaplatos desde los que se distribuía
a cada comensal su ración. Además, terminada la cena, generalmente se tomaba el
café en esta sala.
Los servicios de mesa
Hasta inicios del siglo XIX en Quito, se estilaba el
servicio de mesa "a la francesa", en el que todas las fuentes se
colocaban al mismo tiempo en la mesa y los comensales se servían lo que
querían. Sin embargo, y a pesar de que en las casas más acomodadas había
calientaplatos, muchas veces la comida se enfriaba con rapidez debido al clima.
El servicio "a la rusa" se impuso en Europa a
mediados de siglo, llevado a Francia en 1809 por el príncipe Kouriakin,
embajador del zar Alejandro I, pasó a España y de allí se extendió por las
colonias de Latinoamérica. En este estilo, los sirvientes traían los distintos
platos ya servidos desde la cocina, colocándolos delante de cada comensal y, en
algunos casos, se trinchaba la carne en la mesa o una mesa auxiliar y era
distribuida entre los invitados.
El servicio a la rusa implicaba que había un menú cerrado y
que la comida estaba siempre caliente debido a que se traía directamente desde
la cocina, aunque habían fuentes de salsas, ensaladas y algunas guarniciones
que podían tomar los invitados a su gusto y se disponían sobre la mesa.
El servicio a la rusa fue el más usado en Quito durante el
siglo XIX e inicios del XX, cuando se dio paso al servicio "a la
americana", en el que se traen servidos absolutamente todos los elementos
(incluidas ensaladas y guarniciones) desde la cocina, y que es el que conocemos
y practicamos en la actualidad.
La mesa
Tal como se puede apreciar en el documento que señala los
preparativos para la comida ofrecida a Simón Bolívar en Cuenca, en el siglo XIX,
desaparecieron de las mesas las flores y los adornos exagerados que impedían
una conversación fluida entre los comensales. En su lugar se solía colocar un
adorno largo y bajo en el centro y otros pequeños (con sedas de colores) en el
resto de la mesa.
Los cubiertos se colocaban de acuerdo al servicio de mesa
que se usaría, y que como ya se ha dicho fue mayormente a la rusa, en el que se
utiliza primero el utensilio que esté más alejado del plato y de allí se avanza
hacia adentro.
El plato de base de cada comensal se colocaba antes de que
se abriera la mesa, dejando 70 centímetros entre cada puesto, de forma que
hubiera sitio para la servidumbre cuando presentaban los platos. La servilleta,
siempre de tela pues las de papel aparecieron recién en la segunda mitad del
siglo XX, se ponía sobre el plato.
Delante de cada comensal había cuatro copas: primero la de
Jerez, después el vaso para el vino de Burdeos, el del agua y finalmente la
copa de Champagne. Si se servían más vinos se iban añadiendo más copas, sin
diferenciar las copas de vino tinto o blanco.
El momento de la comida
Las invitaciones a una comida se podían hacer por escrito u
oralmente, en el primer caso se debía contestar en las siguientes 24 horas, y
en caso de no aceptar la invitación había que aducir los motivos por los que no
se podía asistir.
A la comida se acudía solo unos minutos antes de la hora
señalada, jamás con mucha anticipación ya que se dificultaban las actividades
de preparación previstas en la casa para el evento. Tampoco se debía llegar
tarde, ya que no solo se enfriaba la comida, sino que obligaba a desordenar el
servicio servido por los criados y a interrumpir cualquier conversación
interesante que se hubiera podido iniciar antes.
Si ya estaban todos los invitados y habían sido presentados
en el salón por el anfitrión, se mandaba a anunciar que la comida estaba lista
y todos se levantaban para pasar al comedor. Los caballeros iban acompañados
siempre por una señora. Una vez sentados a la mesa, no se debía desplegar la
servilleta ni comenzar a comer hasta que no lo hiciera el anfitrión o el
invitado de honor.
Cada caballero debía atender las necesidades de la señora
que tenía a su lado, estando al tanto de su bebida o acercándole los manjares
que deseaba tomar, todo ello sin mostrarse pesado. El anfitrión debía estar
atento a que sus invitados estuvieran bien atendidos y pasaran un rato
agradable, evitando que se entrara en discusiones, animando las conversaciones
y estando pendiente en todo momento.
Además, el anfitrión debía cuidar que los brindis que se
hicieran tuvieran carácter general y de amistad para evitar problemas entre los
invitados si tenían, por ejemplo, intereses políticos distintos. De hecho,
durante bastante tiempo los brindis estuvieron mal vistos y no se hacían o
aguaban la celebración como sucedió un par de veces con los brindis que solía
hacer Simón Bolívar.
En lo que respecta a lo que se servía y los tiempos de la
comida, esto se explica en el apartado dedicado al manual de Juan Pablo Sanz,
pero a breves rasgos el primer plato solía ser sopa, después carne, aves o
pescado y para terminar un exquisito postre hecho con frutas, confituras o
pastas.
Sobre los vinos, en general alrededor del mundo se bebía
Jerez con la sopa; con los platos fríos, el pescado y las legumbres se
recomendaba el Burdeux; con las carnes y aves vino de Borgoña, o Champagne para
las segundas.
Después de los postres, que en Quito casi siempre incluían
sus afamados helados, todos se retiraban a otra sala (que podía ser el
antecomedor si existía en la casa) y se servía café, aprovechando los
caballeros el momento para también fumar.
Los invitados debían quedarse como mínimo una hora después
de la comida, que si era el almuerzo lo más educado era quedarse toda la tarde.
Después de abandonar el comedor y la sala del café solía jugarse a diferentes
juegos de cartas, al dominó, o se hacían pequeñas tertulias en grupos.
A los ocho días el invitado hacía lo que se conocía como
"visita de digestión", una forma de agradecer la buena comida
ofrecida, comentar lo bien que la había pasado, que ya había digerido los
magníficos manjares y que estaba listo para una nueva invitación cuando se
diera la oportunidad.
La opulencia de las mesas quiteñas
Los dos hombres más ricos del país a mediados del siglo XIX
eran Manuel Larrea, que de no haber sido abolidos los títulos nobiliarios por
Simón Bolívar (1822) habría sido Marqués de San José, y Carlos Aguirre
Montúfar, heredero de las tierras y posesiones que un día habían pertenecido a
los Marqueses de Selva Alegre. El primero tenía a su disposición servidumbre y
cocineros franceses, un lujo que pocos podían darse en aquella época; mientras
que el segundo era considerado el mejor anfitrión de la ciudad.
Tres servicios eran comunes en las mesas capitalinas más
elegantes de la época: el primero constaba de un puchero, popularizado en
España por la reina Isabel II como "olla podrida" y que contenía
ingredientes de todo el país que gobernaba; el segundo eran carnes asadas de
caza o de animales domésticos; y el tercero que contenía una diversidad de
dulces y los conocidos helados quiteños.
De los poquísimos documentos que hablan de los banquetes
ofrecidos tras la Independencia se entiende que en el primer cuarto del siglo
XIX la mayor parte de casas criollas poseían vajilla de plata o losa (estas
últimas probablemente de la famosa fábrica de Quito), es decir que aún no se
popularizaban las vajillas de porcelana. También se mencionan cristalería de
varios tipos, cucharas y tenedores de plata, pero no se habla en lo absoluto de
cuchillos, dejando notar que su uso aún no se había extendido en el territorio.
Un dato curioso resulta la descripción de una costumbre
local que en 1824 hace el médico francés Abel Victorino Brandin, pues menciona
que los quiteños son asiduos a tomar mate; ¡sí, mate!, tanto en la mañana como
en la tarde, y de la misma manera que lo hacen hasta hoy en Argentina (todos
del mismo recipiente). Aunque debido a que el producto era importado y su costo
elevado, seguramente estaba reservado únicamente para la clase alta.
A finales del siglo XIX e inicios del XX, en los hogares de
mayores recursos se celebraba la Navidad con platos como carnes de caza, pasta
y sopas de marcada tradición francesa. De un documento escrito por Juan león
Mera, a modo de poesía en 1890, se entiende que los vinos más populares eran:
Burdeux, Rioja, Jerez, Champagne, kirsch y mistela.
De todo lo antes mencionado se puede concluir que la mesa
aristocrática quiteña pasó rápidamente de la moda española a la francesa, que
dominó durante casi la totalidad del siglo XIX. Aunque también es justo
mencionar que en Madrid también sucedió algo similar, pues en aquella época
Francia se convertía en la potencia cultural más importante de Europa.
El banquete ofrecido a Simón Bolívar
Después de sellada la Independencia en 1822, los
ecuatorianos ofrecieron celebraciones en honor de Simón Bolívar, su libertador.
Una de ellas tuvo lugar en Quito ese mismo año y la historiadora Tamara
Estupiñán, conserva la lista de compras que se debían hacer para la comida que
servirían en tan magna ocasión.
Basándose en dichos ingredientes, se puede deducir que el
convite debió hacerse en un convento o una quinta cercana, pues el número de
invitados bordeaba los 1.500, demasiado numeroso para tener lugar en alguna de
las mansiones de la ciudad que ofrecieron bailes por aquellas fechas. También
se puede imaginar a breves rasgos los platos que debieron haberse preparado para aquella
ocasión tan especial.
De acuerdo a la lista antes mencionada se pudo servir el
tradicional puchero nacional, pescado escabechado, pernil, carnes asadas y
maceradas (ternera, carnero y conejo), lengua seca, tortillas de sesos, lomos
de res rellenos, criadillas emborrajadas, pavo, pollo, pichón, tórtola, perdiz,
variedad de ensaladas (coliflor, lechuga, tomate, pepinillo, alcachofas), salsa
de ají, tortas de harina con almendras y dulce de leche. Los vinos pudieron ser
Burdeux, Champany, Ginebra y Moscatel. Lamentablemente el documento no menciona
nada sobre el servicio y adorno de las mesas.
La cena en honor a René de Kerret
Según relata en su diario el viajero y oficial francés René
Maurice de Kerret, que visitó Quito en el año 1853 acompañado de su primo, el
conde de Kersain, las comidas de la aristocracia quiteña a mediados del
decimonónico eran realmente fastuosas, sorprendiéndoles tanto lujo en un rincón
tan apartado de Europa.
Los franceses fueron invitados a una cena ofrecida en su
honor por Carlos Aguirre Montúfar y su esposa Virginia Klinger Serrano. La casa
de los anfitriones estaba localizada a mitad de la cuadra oriental de la Plaza
Grande, donde hoy se levanta el Palacio Municipal. Allá concurrieron
acompañados del Conde de la Paz (embajador español) y su esposa, además del
Marqués de Prado, secretario de la misma Embajada, que era donde se alojaban.
Al llegar entraron a
un inmenso salón donde habían unas ochenta personas esperándolos y charlando.
El espacio estaba separado de las ventanas por un corredor con arquería de
bóvedas y columnatas elegantes, entre las que había tigres y leones disecados.
A las ocho de la noche se anunció que la cena estaba
servida, Kersain entró al comedor con la anfitriona, el dueño de la casa con la
mujer del Embajador de España y Kerret con una dama quiteña a la que él llamaba
Marquesa de Larrea, aunque en realidad habría sido de San José, pero de todas
formas los títulos nobiliarios ya no existían en el país desde la Independencia
en 1822.
En el comedor se encontraron con vajilla de plata y un
excelente foie gras del país (paté hecho a la costumbre ecuatoriana) y pescados
pequeños de la Sierra (seguramente preñadillas) que sirvieron de entremeses
para picar. Luego pasaron a un segundo comedor con platería tan hermosa como la
anterior y en el que hallaron los más finos y mejores vinos de Europa, carnes
de cacería mayor y de aves deliciosas. Los invitados creían haber terminado
cuando se les invitó a pasar a un tercer comedor con vajilla de oro y vasos de
finísimo cristal, en donde se sirvieron los dulces (frutas, postres, sorbetes,
helados y café).
En palabras del mismo Kerret:
"Nos hallábamos pasmados de tanto lujo, de tanta
riqueza (...) Estábamos trastornados; apenas me atrevo a escribir lo que vi
aquella noche. La cena se terminó con todos esos decoros, hacia las once.
Regresamos hacia el salón principal y nos despedimos de nuestros excelentes
amigos. Salimos a pie, según es costumbre en el país, pero escoltados por
domésticos que llevaban linternas".
El elemento nacional
Sin embargo, y pese a la marcada influencia de la cocina
francesa, las mesas de la aristocracia quiteña también contaban con elementos
nacionales. El caso más conocido es el del tan mencionado puchero, que a
diferencia del español se realizaba no solo con las tradicionales carnes y
raíces que tanto gustaron en sus días a la reina Isabel II, sino que incluía
camote, zanahoria blanca y yuca, lo que lo convertía al plato en lo que los
viajeros llamaban "puchero nacional".
El servicio de los dulces también tenía una marcada
influencia de las tradiciones locales, pues no solo las frutas que se servían
eran variedades propias del país (chirimoya, plátano, tuna), sino que incluso
las mermeladas de los rellenos en los dulces eran variedades que no se encontraban
en otros territorios (membrillo, guayaba). El helado quiteño, hecho con hielo
del Pichincha, también se volvió famoso durante el decimonónico.
A la hora de la tarde en Quito, a diferencia de en Europa,
no se servía té sino chocolate espeso de variedades propias del país, siempre
acompañado de masas que también tenían una fuerte connotación ecuatoriana
(quesadillas, empanadas de viento, bizcochos, humitas). Esta costumbre que se
arrastraba desde la época colonial fue reemplazada por la hora del café en el
siglo XX.
El manual de Juan Pablo Sanz
Alrededor de 1880 aparece el primer manual de cocina y
etiqueta que se conoce se haya escrito en el país, conservado en la Biblioteca
Aurelio Espinosa Pólit, es obra del multifacético Juan Pablo Sanz, que fue
pintor, arquitecto, agrimensor y una variedad de otras aficiones que
practicaba.
En su texto, Sanz no solo describe paso a paso la
preparación de una infinidad de platos, sino que también detalla los modales
que se debe practicar en la mesa e incluso cómo servirla. Su propuesta para una
cena de cuatro tiempos era la siguiente:
Primer servicio - dos sopas, mudas o menestras, cuatro
platillos fríos, cuatro platillos calientes, seis entradas
Segundo servicio - dos ensaladas, dos asados de pescado, dos
asados de caza de pelo, dos asados de caza de pluma, dos aves caseras, salsera
y aceitera
Tercer servicio - dos pastas frías, seis intermedios,
salsera y aceitera
Cuarto servicio - dos cestas de frutas de estación o dos
pirámides de pastelería ligera a los extremos de la mesa, cuatro compoteras de
frutas cocidas a medio azúcar, seis fuentes de confituras, queso en la
extremidad de la mesa.
Finalmente, es de señalar que el tercer servicio era a
menudo ignorado, tal como se puede observar en la cena ofrecida René de Kerret
y en muchas de las invitaciones oficiales en el Palacio Presidencial.
Fuentes:
Pazos Barrera, Julio (2008). "El sabor de la memoria:
historia de la cocina quiteña". Quito: Fondo de Salvamento del Patrimonio
Cultural FONSAL.
Lara, A. Darío (1987). "Viajeros franceses al Ecuador
en el siglo XIX", volúmen 1. Quito: Editorial Casa de la Cultura
Ecuatoriana.
Fitzell, Jill. "Teorizando la diferencia de los Andes
del Ecuador: viajeros europeos, la ciencia del exotismo y las imágenes de los
indios", p.39.
Pérez Pimentel, Rodolfo (1987). "Diccionario biográfico
del Ecuador", tomo III, p.253. Guayaquil: Universidad de Guayaquil.
De Miguel, Armando (1991). "Cien años de
urbanidad". Barcelona: editorial Planeta.
Gioja, Melchor (1866). "El nuevo Galateo, tratado
completo de cortesanía en todas las circunstancias de la vida". Madrid:
Librería de Juan Basyinos e Hijo Editores.
Héctor López Molina, Las curiosidades de Quito.
Revisión y Diseño: elcofresito.
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