El Oficio de la Espada: Negocio de bravos y rufianes del siglo de oro.
“Hervía España, y
principalmente Madrid, en riñas, robos y asesinatos. Pagábanse cada día
muertes, y ejercitábase notoriamente el oficio de matador; violábanse los
conventos, saqueábanse iglesias, galanteábanse en público monjas, ni más ni
menos que mujeres particulares; eran diarios los desafíos, las riñas y las
venganzas”. Cánovas del Castillo.
Hace 400 años la gente no
tenía tantos miramientos a la hora de solventar sus querellas como los tenemos
ahora.
¿Para qué discutir
pudiendo meterle al otro dos cuartas de acero en el cuerpo?
Sin embargo, aunque cargar
armas fuese algo común, no todo el mundo tenía los redaños suficientes como
para batirse a la sombra de un callejón; así que acudían a los servicios de los
profesionales.
Al lector no le costará
imaginarse a un noble calumniado, un mercader arruinado o un zapatero remendón
cornudo, que quisiera ajustar cuentas con el culpable de sus desgracias.
Cualquier excusa era buena.
Además, los profesionales
del acero no solían preguntar por qué, sino cuánto.
Unos bravos dirimen sus querellas a punta de espada. Grabado.
El calumniado en cuestión
sólo tenía que introducirse, al caer la noche –pues era el momento en el que
los renegados y delincuentes batían las calles para dedicarse a sus turbios
negocios-, en alguno de los barrios conflictivos de la ciudad, como el arrabal
de San Ginés o los mesones de la Puerta del Sol en Madrid, o el patio de los
Naranjos en Sevilla (cada ciudad tenía el suyo) y elegir con buen ojo algún
notorio ejemplar de los que conformaban el hampa nocturna.
Éstos solían ser ruidosos
valentones vestidos de gala, pues, al contrario de la creencia común de que la
mala gente de la espada iba rebozada de cuero y harapos, solían ponerse prendas
de colores vivos, sombreros adornados con plumachos fabulosos, ante y satén, y
adornarse con lazos y cintas, pues tal profusión de ornamentos era, en aquel
tiempo, muestra de bravura.
Llevarían también capas
terciadas al hombro, para dejar a la vista las espadas, dagas o terciados que
siempre ceñían al cinto, aunque sólo fuesen por el pan.
Sus caras estarían
guarecidas por poblados mostachos, y lucirían una colección de cicatrices como
galones en la pechera de un oficial.
La entrada al legendario Corral de los Naranjos, en Sevilla.
El interesado tendría que
acercarse al valentón y plantearle el negocio con tiento, siempre tratándolo,
como mínimo, de Majestad.
«Señor soldado, dispense
la molestia, y déjeme invitarle a una jarra de vino para ofrecerle un trabajo
de gran provecho y mejor paga, etc…»
En caso de aceptar el
bravo, entrarían entonces en las tarifas según fuese el trabajo; pues todo
estaba debidamente estipulado en una tabla de precios.
Dependía si el pagador
quería que a la víctima se la despachase al otro mundo, que era lo más cómodo,
y si te he visto no me acuerdo, o si quería sólo un escarmiento. En ese caso
los había de varias clases, dependiendo la gravedad de las heridas deseadas.
Los cortes en la cara, o
chirlos, se pagaban según los puntos que tuviese que dar el galeno, y la
cuchillada podía ser simple, o cruzada: más cara por lo delicado del asunto.
Luego el desorejamiento también era común, pero más caro, ya que requería
tiempo y el matón se exponía a que los gritos alertasen a una ronda de
alguaciles.
También resultaba más caro
si se esperaba que la víctima tirase de espada y se defendiera, en ese caso los
matones solían ser varios, por si acaso.
Un lance de espada, de Francisco Domingo Marques.
Todo esto era un negocio
como otro cualquiera, y muchos se ganaban la vida alquilando sus manos
mercenarias para cualquier fechoría.
Por eso las calles de
cualquier ciudad tras la caída del sol eran peligrosas e impredecibles, y todo
aquel que podía no salía de casa sin ir acompañado, al menos, por un par de
hombres armados. La noche era, en resumen, una lúgubre sinfonía donde se mezclaban
los silbidos de los salteadores, los choques de las espadas en algún callejón,
las vociferaciones de los ebrios, los lamentos de aquellos que eran asesinados
y los gritos de los que pedían socorro.
Las almas quedaban
sacramentadas por un par de escudos. La necesidad era mucha y la vida valía
poco; y así muchas veces alguien que volvía a casa, de su trabajo o de la
taberna, se encontraba con la muerte o con un tajo desde la boca a la frente,
tras toparse con algún embozado entre las tinieblas de un portal oscuro.
Eran tiempos duros, y
había que estar atento.
Fuente: Héctor J. Castro,
El Reto Histórico. Revisión y Diseño: elcofresito.
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