Cuando Londres quiso construir su propia Torre Eiffel y fue un rotundo fracaso
Corría el año 1890 y a los ciudadanos parisinos les
ardía el alma en cada ocasión que levantaban la cabeza hacia el cielo. Allí,
omnipresente, inevitable, desde cualquier punto de la urbe, se alzaba ufana la
torre construida por Gustave Eiffel un año antes. El arquitecto ganó el
solicitadísimo concurso para edificar una vanguardista estructura de hierro y
acero en el corazón de París. Y desde entonces se convirtió en un apestado, un
infame violador de la esencia barroca de la ciudad.
Por supuesto, en aquellas amargas protestas
propulsadas por la inteligencia cultural de la ciudad, la más notable de
Europa, había mucho de idealización del pasado. Para entonces París ya no era
la misma ciudad gótica que muchos querían imaginar. La Comuna y el conflicto
militar posterior, el ensanche racional y el derrumbe de los muros medievales
transformó su cariz y la puso a la vanguardia urbanística de planeta. La Torre
Eiffel tan sólo era su modernísima consagración.
Pese a la momentánea ofuscación de París, el resto del
mundo observó con atención el desempeño de su nueva torre. A menudo con
envidia. Durante el primer año tras su construcción, el edificio recaudó más de
260.000 libras esterlinas. El interés desatado por su mera presencia y los
fastos de la Exposición Universal contribuyeron a tan positivo balance
económico. El pináculo metálico, no en vano, había costado alrededor de 280.000
libras. En un año había quedado amortizado.
Mientras tanto en la cima del planeta, en el Londres
cabeza del imperio contemporáneo más grande conocido, un grupo de diputados y
empresarios británicos se rascaban el cogote. ¿Cómo podía París, decadente
centro político de tan decadente nación, contar con el edificio más asombroso y
revolucionario del mundo? Londres merecía un proyecto similar, capaz de
igualarla en el plano simbólico y cultural a la Ciudad de la Luz.
La Gran Torre de Londres a la altura de 1900. El proyecto no pasaría de aquí. (Commons)
Y así nació el concurso para la construcción de la
Gran Torre de Londres, instigado por Edward Watkin, diputado en la Cámara de
los Comunes y célebre magnate del ferrocarril. Watkin había sido instrumental
en la construcción del Ferrocarril Metropolitano de la capital inglesa, más
tarde incorporado a la red de metro urbana, y atesoraba un sinfín de ideas
extravagantes en su baúl. Algunos años antes había tratado de construir un
túnel submarino capaz de conectar Francia y Reino Unido.
Demasiado pronto, Edward.
Quizá por ello, Watkin ofreció un premio de 500
guineas (un dineral en aquella época) al arquitecto o ingeniero que cuadrara el
diseño más apropiado y audaz para la grandilocuente Londres. El resultado es
una colección de brillantes y dementes proyectos que, de haberse consumado,
habrían cambiado la faz de la ciudad para siempre. Recopilados aquí por Public
Domain Review, representan una mirada fantasiosa a la imaginación futurista de
los hombres y mujeres del siglo XIX.
Uno de los bocetos ganó el concurso, por cierto. Se
trató del Número 37, ideado por Stewart, McLaren y Dunn. La torre se elevaba
366 metros por encima de Londres y estaba forjada en puro hierro británico. De
haberse consumado habría superado no sólo a la Torre Eiffel (en más de sesenta
metros), sino al actual rascacielos de Londres, The Shard (lo que da buena
cuenta de la clase de ímpetu imperial que propulsaba la torre).
Jamás llegó a buen puerto. El ayuntamiento cedió un
pequeño terreno en el Parque de Wembley, por aquel entonces aún lejos del
núcleo central de la ciudad. Las obras de construcción se iniciaron en 1892 y
pronto entraron en problemas. El consorcio generado ex profeso, la Metropolitan
Tower Company, incurrió en rápidos retrasos e impagos, fruto tanto de lo
peregrino del proyecto como de los numerosos problemas estructurales que los
obreros afrontaron (terreno cenagoso).
El edificio, conocido ya por aquel entonces como Torre
Watkin, cayó en definitiva desgracia en 1904. Extremadamente similar a la obra
magna de Eiffel (quien fue consultado para consumar el proyecto, para acto
seguido renunciar en radical ejercicio de patriotismo), los cimientos quedarían
al desnudo durante algunos años, antes de ser demolidos por las autoridades
municipales. Hay fotos. Como un coitus interruptus, Londres encontró límites a
su grandeza en París.
Nos quedan sus diseños, alucinantes todos ellos, desde
las ensoñaciones imperiales y victorianas hasta las copias calcadas de la torre
parisina. Eso, y el estadio de Wembley: tanto el original de 1923 como el
actual se encuentran en el mismo punto donde se iniciaron las obras de la
torre.
Fuente: Mohorte, MAGNET
Revisión y Diseño: elcofresito.
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