La proclamación de la Emancipación y el largo camino hacia la Libertad en los Estados Unidos de Norteamérica
La primera ciudad inglesa de América, Jamestown, llamada así en honor al rey.
Desde la fundación de las primeras colonias en
Jamestown y Plymouth, la evolución del Norte y el Sur de los Estados Unidos
siguió caminos tan diferentes que bien podría hablarse de dos mundos distintos
y la brecha no dejó de crecer hasta que en 1861 estalló la Guerra Civil.
Después del ataque al Fuerte Sumter, el demócrata
Jefferson Davis declaró que el Sur luchaba por el «derecho de secesión de todos
los estados». Tres días después, el presidente republicano Lincoln reclutó un
ejército de 75.000 voluntarios para restablecer la autoridad federal en el Sur
y en su declaración pública manifestó que «mi objetivo prioritario es salvar la
Unión». Independientemente de sus palabras, ambos sabían, y toda América sabía,
que estaban luchando por los negros y la esclavitud.
Batalla de Fort Sumter.
En el Sur estaban las granjas y en el Norte las
factorías. La guerra debía ser un paseo militar para la Unión, pero después del
bautismo de fuego en Bull Run quedó claro que iba a durar años y dejar una
inmensa factura de sangre. A principios de 1863, ante la dramática situación
militar de la Unión, Lincoln tomó la decisión que le otorgaría un lugar de
honor en la historia de los Estados Unidos: firmó la Proclamación de Emancipación
que decretaba la libertad de los esclavos.
Proclamación de Emancipación.
En los Estados Unidos había cuatro millones de negros
esclavos, la mayoría en el Sur, y medio millón de negros libres, la mayoría en
el Norte, y una población de veintisiete millones de blancos. Las cifras ponen
de relieve las consecuencias que la Proclamación de Emancipación tuvo en el
curso de la guerra. La economía del Sur estaba basada en la esclavitud y su
abolición mermaría decisivamente su capacidad bélica.
Miles de negros acudieron a las oficinas de
reclutamiento, pero pese a la pujanza de los movimientos abolicionistas, los
prejuicios raciales en el Norte eran casi tan fuertes como en el Sur y los
primeros voluntarios fueron rechazados por el color de su piel. Pero a medida
que la guerra se recrudecía empezaron a elevarse voces pidiendo que se alistara
a los «darkeys».
Aunque el primer regimiento negro, el 54 de
Massachusetts, fue aniquilado en el ataque al Fuerte Wagner, las tropas negras
probarían su valor en Milliken´s Bend y Nashville. En total 179.000 negros
lucharon en la Guerra Civil y proporcionaron un cuarto de los marineros de la
Unión. Desde el principio insistieron en recibir el mismo salario que los
blancos y al final de la guerra nadie dudaba de que se lo habían ganado con creces.
Soldados negros ganaron catorce Medallas de Honor del Congreso y justificaron
las esperanzas puestas en la Proclamación de Emancipación.
En la primavera de 1865 nadie sabía hasta dónde se
podía llegar a la hora de conceder iguales derechos a los negros. Quizás
Lincoln podría haber sellado un acuerdo aceptable para el Norte y el Sur, pero
el 14 de abril de 1865, una semana después del fin de la guerra, Lincoln fue al
teatro a ver Our American cousin, donde John Wilkes Booth, un actor medio
trastornado, le disparó un tiro en la cabeza. Lincoln tuvo el dudoso honor de
ser el primer presidente americano asesinado y Andrew Johnson, su sucesor,
carecía de su autoridad moral para reconstruir el país.
La Decimotercera Enmienda erradicó la esclavitud, pero
no el odio. En la navidad de 1865 se fundó el Ku Klux Klan en Tennesse. En
abril de 1866 se produjeron los primeros disturbios raciales en Memphis y en
julio tuvo lugar la masacre de Nueva Orleans. Pero todos los días moría un
hombre a latigazos o una mujer colgada por los pulgares, en una demostración de
odio racial cuyos ecos todavía retumban en los Estados Unidos.
La segunda arma para perpetuar la opresión eran los
Black Codes, estatutos que se limitaban otorgarles unos mínimos derechos
civiles y los aislaba del sistema educativo, circunstancia que lastraría su
integración social. Aunque en teoría los blancos ya no eran propietarios de los
negros, en la práctica los negros seguían siendo propiedad de los blancos.
Pero pese a las dificultades, algo había cambiado en
América. La libertad permitió la aparición de los primeros líderes negros: Old
Etonian, Jonathan J. Wright, y Hiram Revels. La actividad de estos pioneros de
los derechos civiles, en combinación con el Freedmen´s Bureau dio sus primeros
frutos. En 1866 la Decimocuarta Enmienda definió al ciudadano norteamericano
como aquel «nacido o naturalizado en los Estados Unidos», fórmula que por
primera vez permitía la inclusión de la población afroamericana. Y cuatro años
más tarde, la Decimoquinta Enmienda se añadió a la Constitución, en virtud de
la cual «el derecho al voto no será denegado por razones de raza o previa
condición de servidumbre».
Las enmiendas eran un golpe al Sur y los defensores de
la supremacía blanca iban a retorcer la ley hasta convertirlas en papel mojado.
Las leyes Jim Crow comprendían la tasa de urna, un pago que los ciudadanos
tenían que hacer para votar, en la práctica excluía a los más pobres (los
negros) del derecho a voto, pero como también quedaban excluidos los blancos más
pobres se añadió la cláusula del abuelo que permitía votar a los pobres cuyos
ancestros lo habían hecho antes de 1867. Por supuesto ningún negro cumplía
aquel requisito. Las leyes Jim Crow fueron la semilla de la segregación racial
que denigraría la sociedad americana hasta mediados del siglo XX.
La reconstrucción del Sur fracasó porque fue concebida
para que nada cambiara. La Decimocuarta y Decimoquinta Enmienda eran letra
muerta en el Sur, pero permitieron a los negros del norte reivindicar el
principio de la igualdad humana. Allí podían votar, y votar a aquellos
políticos que no defendieran sus derechos. Ellos mantuvieron vivo el espíritu
de la Proclamación de Emancipación, se encargaron que la sangre derramada en
Bull Run, Antietam, Gettysburg no fuera en vano y no descansaron hasta que sus
hermanos del Sur disfrutaron de una libertad digna de ese nombre.
Fuente: Miguel Ángel Álvarez, Revista de Historia
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