Las niñas y doncellas en la Edad Media
Si
escribir sobre la niñez en la Edad Media presenta serias dificultades para los
historiadores por la escasez de fuentes, mayor impedimento encuentra la
historia de la infancia femenina debido a la orientación masculina de las
mismas.
Algunos
autores que escriben a la nobleza para la educación de sus hijas son: Egidio
Romano, Giovanni Boccaccio, Diego de Valera, Juan Rodríguez del Padrón, Álvaro
de Luna o Hernando del Pulgar; así pues, el contenido de nuestro estudio debe
comprenderse en dicha clave.
Las
muchachas están destinadas a permanecer relegadas respecto a los varones antes
incluso de haber nacido. Las supersticiones relacionan los embarazos
problemáticos con el nacimiento de féminas como anticipo de las contrariedades
que ocasionarían. Por ejemplo, Egidio apercibe de los riesgos de las relaciones
sexuales en los meses de calor, pues según él la posibilidad del nacimiento de
niñas es mayor.
El
mismo autor advierte a los padres que deben esforzarse en hacer de su hija una
dama canónicamente respetada, limpia de los defectos naturales inexistentes en
los hombres, y llevar a cabo sacrificios económicos para entregar al futuro
marido una dote de prebenda para su sustento. Estas dificultades contribuyen a
comprender las significativas palabras del filósofo mallorquín Ramón Llull
cuando, en 1289, afirma en su Libre de meravelles que “el hombre es más noble
criatura que la hembra, por ello por natura desea más la hembra tener hijo que
hija”.
Durante
los primeros años de edad apenas hay disimilitudes entre la supervisión de los
hijos y de las hijas. Las diferencias comienzan a partir de los doce años, edad
que marca el tránsito entre la etapa infantil y la pubescente en las niñas (en
el caso de los niños son los catorce); hasta ese momento son llamadas “niñas”
y, desde entonces, “doncellas”. Durante este periodo, la doncella recibe una
instrucción desarrollada en el espacio privado conducente a la formación de una
esposa y madre perfecta.
Los
autores medievales sostienen que las muchachas deben aprender los valores del
esfuerzo y de la moralidad dentro del hogar. La buena doncella, explica Egidio,
“debe estar en su casa y non andar por los barrios ni por las plazas ni entrar
en casas ajenas”;
si
por cualquier circunstancia salieran de casa, deben estar siempre acompañadas
de miembros de su familia. Con ello evitarán ser frívolas, atacadas por
bandoleros y engañadas por la simpatía de aduladores con intenciones
pecaminosas.
Las
madres deben enseñar a las niñas a obedecer y asimilar la fe cristiana por
medio de rezos, encomendándose a Dios para evitar errar en sus acciones y
caminar en la senda de su voluntad. Así adquirirán los tres valores más
preciados en las mujeres: la devoción, la vergüenza y la castidad.
La
vergüenza (considerada la guarda de todas las virtudes) se relaciona
directamente con la mesura y continencia de placeres. En este sentido, la
tranquilidad del ámbito doméstico garantiza la salud espiritual y la ausencia
de tentaciones. Ello, junto al cultivo de facultades como la bondad, la
sumisión, la docilidad, la honestidad, la mansedumbre, la dulzura, la humildad,
la modestia o la sinceridad harán a las chicas gozar de buena fama y
reputación. Dando una imagen adecuada obtendrán el reconocimiento de la
sociedad y tendrán el honor de ser requeridas por los aristócratas que busquen
una esposa ejemplar para sus descendientes.
La
castidad, asociada a la inocencia y la integridad, agrada a Dios y fortalece el
amor de los amantes que se entregan mutuamente su virginidad. Egidio defiende
este concepto recurriendo a la tradición histórica: recuerda la buena fama de
las vestales romanas, rememora la costumbre germánica de despeñar a las jóvenes
embarazadas no casadas e insta a seguir el ejemplo de la Virgen María por considerarla
el máximo exponente de bondad y castidad. Así, subraya la honorabilidad de
Santa Brígida, que, deseando preservar su pureza, pidió a Dios fealdades en la
cara para que nadie se fijara en ella. Diego de Valera y Álvaro de Luna
destacan también otras perfecciones de personajes bíblicos como Judit, Ester,
Devora, Raquel o Rebeca, y romanas como Clodia, Claudia, Lucrecia, Porcia o
Julia.
Para
evadir las tentaciones carnales se recomienda acudir a la oración, evitar
situaciones de riesgo y cualquier situación susceptible de habladurías. Por
ejemplo, pueden precaver ser vistas públicamente con otros chicos, rodearse
exclusivamente de compañías femeninas, impedir la presencia de muchachos entre
sus sirvientes, o negar la entrada en sus alcobas a cualquier persona.
Asimismo,
para preservar la nombradía, se insta a no codearse con personas conflictivas,
pecaminosas y perversas, sino procurar compañías amables, virtuosas y buenas.
De igual modo se les recomienda que cuiden su aspecto, higiene, peinados, gestos,
modales, posturas, lenguaje…, procurar una conversación diligente y amable,
exenta de murmuraciones, críticas, burlas, insultos y obscenidades:
“no
oigáis palabras sucias ni de puterías, aunque las digan otras mujeres, ni menos
las digáis vosotras” (Castigos y doctrinas que un sabio daba a sus hijas, s.
XV).
Igualmente,
deben valorar los beneficios de no ser habladoras sino de acatar el silencio,
un hábito beneficioso al ser garantía de prudencia. Egidio afirma que dicha
discreción puede lograrse desempeñando labores propias de las doncellas como
coser y tejer paños, confeccionar vestidos, controlar la contabilidad doméstica
…, mientras que en el tiempo libre pueden combinar cánticos, recitales, danzas,
paseos y ejercicios corporales.
En
cuanto a la formación intelectual, hasta el siglo XV encontramos opiniones
divergentes. En el XIII, por ejemplo, Vicent de Beauvais aconseja que las niñas
aprendan a leer y escribir, mientras que Filippo da Novara lo desaprueba. Ya en
el Cuatrocientos, los tratadistas coinciden en los beneficios de que las hijas
también accedan a la cultura escrita.
En
conclusión, en la opinión de los pedagogos medievales, las niñas deben ser
instruidas de modo que sean buenas cristianas, preserven su virginidad y
permanezcan dentro de los límites de los principios éticos imperantes en la
sociedad, de modo que alcancen la madurez con éxito y estén preparadas para
detentar su cometido como personas adultas, este es, el de madres y esposas.
Fuente:
Josué Villa Prieto, doctor en historia medieval, Revista de Historia
Revisión
y Diseño: elcofresito
Comentarios
Publicar un comentario
Todos los comentarios deberán guardar el respeto y la consideración hacia los demás, así como el uso de términos adecuados para explicar una situación. De no cumplirse con estos requisitos los comentarios serán borrados.