¿Existió el Maná?



Muchas veces hemos escuchado la expresión: “Trabaja, que el maná no cae del cielo”. Pues sí, sí cae (metafóricamente) aunque nos parezca mentira.

¿Existió el maná que caía del cielo para alimentar a los Israelitas en el desierto?

Cuando Moisés decidió llevar a su pueblo a Israel atravesando la península del Sinaí tenía dos opciones. La más sencilla y segura era seguir la llamada Ruta de los Filisteos, un camino casi paralelo a la costa que era utilizado por todas las caravanas y estaba provisto de aguadas y caravansares.  Además, estaba muy cercano a Rameses, de donde salieron los israelitas. Pero, aunque era el más corto era también el más vigilado por los soldados del Faraón, así que Moisés prefirió desviarse hacia el sur y adentrarse en el peligroso desierto tras pasar una zona pantanosa llamada Mar de los Cañaverales, hoy desaparecido tras la construcción del canal de Suez y que era vadeable en algunos puntos.


Existía un antiquísimo camino de herradura que comunicaba el Nilo con la montaña del Sinaí, ese camino, mucho menos seguro, servía desde hacía 3.000 años para que los esclavos y trabajadores de las minas de cobre y turquesas de las montañas del Sinaí transportaran sus tesoros a Egipto. Pero las minas se abandonaron y durante cientos de años aquel camino se olvidó y su trazado quedó borrado hasta que Ramsés resolvió explotarlas de nuevo y el camino volvió a ser transitable.

Para hacer aquella peregrinación con una gran cantidad de personas además de ganado, era lógico esperar a la primavera ya que éste es el momento en que las escasas lluvias hacían brotar la hierba y llenaban de agua los huecos existentes en las rocas, eso significaba poder tener un extra de alimentos y agua en un desierto donde a menudo las aguas eran amargas y los animales escasos. Las jornadas diarias no podían ser superiores a 20 kilómetros aproximadamente a fin de no agotar al rebaño.


El camino elegido no les fue fácil, encontraron pocos oasis, durante tres días no encontraron sino aguas salobres y no había nada que cazar. Pasadas unas semanas de agotamiento y privaciones los israelitas comenzaron a murmurar descontentos ¿para qué se habían ido de Egipto? Desde luego que allí trabajaban, pero nunca les faltaba comida y el Faraón cuidaba de ellos. Ahora sin embargo estaban perdidos en un desierto, sin agua ni comida, quizás lo mejor sería volver. Pero Moisés les alentó a tener fe y esperar: las cosas cambiarían. Yahvé les cuidaría y alimentaría, les dijo, como un padre cuida y alimenta a sus hijos. Sólo debían esperar.

Y así fue, según el libro de Éxodo relata:

 ” A la tarde subieron las codornices y cubrieron el campamento y por la mañana había una capa de rocío a su alrededor. Cuando se evaporó el rocío, advirtieron que había sobre la superficie del desierto una cosa menuda a manera de escamas, como escarcha sobre la tierra. Cuando los hijos de Israel lo vieron se dijeron unos a otros ¿qué es esto? (¿man-hu?) pues no sabían lo que era.  Entonces Moisés les dijo:  éste es el pan que Dios nos manda para alimentarnos” (Ex. 16,13,15)


¿Eran aquellas codornices que venían a sus manos, un milagro reservado para el pueblo de Dios? Pues no. Durante la primavera y el otoño se dan las migraciones de aves que desde África se dirigen a Europa para huir del calor agobiante de aquellas tierras. El viaje es agotador y las codornices se dejan caer en el suelo al atardecer, agotadas por el esfuerzo. Aún hoy en día los beduinos las cazan con las manos.

¿Por qué Moisés estaba tan seguro de que encontraría comida en el desierto? Muy sencillo: porque lo conocía muy bien. Los esclavos y trabajadores nacían, trabajaban y morían cerca de la choza donde vivían, para ellos no había viajes, ni más fiestas que las religiosas.

Pero Moisés pertenecía a la nobleza y una de las distracciones de los nobles era salir a cazar al desierto; por eso sabía que ésa era la época en la que las bandadas de pájaros estarían a mano y conocería también el maná que seguramente habría probado con anterioridad, por eso no es extraño al verlo y sin haberlo comido les dijo que era el alimento que Dios les mandaba.  ¿Y qué es el maná? Si alguien quiere probarlo puede hacerlo: se cuenta en la lista de exportaciones de la península del Sinaí.


En 1483 el decano de Maguncia, Breitenbach, escribía:

“En todos los valles que rodean al monte Sinaí se encuentra hasta en nuestros días el llamado pan bajado del cielo que los monjes y los árabes recolectan, conservan y venden a los peregrinos y extranjeros que pasan por aquel lugar. Dicho pan cae por la mañana al amanecer, cual rocío o escarcha, a gotas sobre la hierba, las piedras o las ramas de los árboles. Es dulce como la miel y se adhiere a los dientes cuando se mastica.”

En 1823 el botánico alemán Christian Gotfried Ehremberg publicó un opúsculo que fue recibido entre sus colegas con general escepticismo y burlas nada disimuladas. No era para menos: aseguraba que el maná era una secreción de los árboles de tamarisco, pero que no se daba en condiciones normales sino cuando una cochinilla los infectaba y aquella cochinilla sólo vivía en el Sinaí.

La polémica estaba servida, pero no fue hasta cien años después cuando dos investigadores de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Federico Simón Bodenheimer y Oscar Theodor se trasladaron al desierto del Sinaí dispuestos a comprobar la veracidad de la existencia del maná. Y descubrieron que la biblia tenía razón y Ehremberg también.


El tamarisco o Tamarix mannífera, también llamado Maná del beduino, es una especie de acacia nativa del Sinaí, generalmente de poca altura y que tiene la propiedad de poder vivir bien en suelos salinos cercanos a las zonas costeras subtropicales. Tienen una floración rosada o blanca y sus hojas son perennes, muy pegadas a las ramas y de aspecto escamoso, eso hace que el árbol pueda conservar toda su humedad en un medio tan hostil como el desierto.

Una de las cosas que hace pensar que Moisés conocía estos arbustos y el maná que daban, es que los leones que cazaban los egipcios solían resguardarse del sol ardiente del desierto a la sombra de estos árboles. La caza de los leones era un deporte peligroso y estaba reservado exclusivamente al faraón y sus nobles.

Cuando las cochinillas del género Coccus manniparus lo infectan, el árbol segrega una sustancia gomosa dura del tamaño y la forma de las semillas de cilantro, que al caer al suelo es de color blanco, pero con el tiempo toma un color amarillento oscuro. Describía Bodenheimer que:

    “el sabor de los gránulos cristalizados de maná tiene el dulzor de la miel de abejas”

¿Y qué dice la biblia?:

    “Era como la semilla del cilantro blanco y tenía el sabor como de torta de harina amasada con miel” (Ex. 16.31)


Hoy en día los beduinos recogen cada mañana su “mann es samá” (maná del cielo). El motivo para recogerlo temprano, sobre las ocho de la mañana, es que a las hormigas también les gusta el maná. En cuanto sale el sol y la tierra se calienta, las hormigas hacen su aparición y el maná desaparece almacenado en los hormigueros. Así pues, ésta es la verdadera historia del maná. Casi más sorprendente e increíble que el pretendido milagro divino que muchos suponíamos una invención.

Autor: Nissim de Alonso, Revista de Historia
Revisión y Diseño: elcofresito

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