CÓMO LA POLÍTICA DE EE.UU. CAYÓ EN EL FANGO: UNA HISTORIA DE TANQUES, MENTIRAS Y AGITACIÓN
En este mes de diciembre ha transcurrido más
de un mes desde la celebración de las elecciones presidenciales en Estados
Unidos y el actual presidente en funciones, Donald Trump, no reconoce aún el
resultado que pondrá fin a su primer y único mandato. La situación es del todo
excepcional y nos señala la profunda recesión a la que se ha visto sometida la
política estadounidense. Todo el problema parece reducirse al hombre que ha
ostentado la cuadragésima quinta presidencia del país norteamericano, como si
el peculiar carácter del millonario pudiera explicar por sí solo la profunda
grieta y su derrota poner un fin definitivo al problema. Trump es un síntoma de
una enfermedad antecedente, una de inicio incierto y de un desarrollo
acelerado.
Si la década de los sesenta estuvo marcada por
el asesinato de John F. Kennedy, un magnicidio teñido bajo la sombra de la
conspiración en la cultura popular, los años setenta vieron la renuncia de
Richard Nixon tras el escándalo del Watergate. La llegada de Ronald Reagan al
poder, en 1981, tras el único mandato de Jimmy Carter, vino a suturar no sólo
la crisis económica sino una crisis de legitimidad en la que el país se había
sumido por tres lustros, donde simbólicamente pesaba más la derrota en Vietnam
que el éxito del programa Apolo al poner un hombre en la luna. No se trataba de
que el país tuviera problemas, sino de que se percibía que el país era un
problema en sí mismo.
La historia es caprichosa y situó al hombre
menos pensado para desempeñar tan titánica labor. Reagan era un actor de
segunda fila reconvertido a político cuyo máximo logro, antes de haber sido
gobernador de California, fue delatar a sus compañeros en la caza de brujas, el
proceso que en la primera parte de la década de los años cincuenta, conducido
por el senador McCarthy y auspiciado por el director del FBI, John Edgar
Hoover, convirtió en papel mojado los derechos civiles con la excusa de la
persecución del comunismo. Se olvida pronto que además de poner en la picota a
estrellas del cine e intelectuales, durante el reinado del siniestro Hoover se
ejecutó a supuestos agentes de la URSS como el matrimonio Rosenberg, se espió
sin reparos a altos cargos de los sucesivos gobiernos y se produjeron
asesinatos de activistas por los derechos civiles, como el de Martin Luther
King, que según una sentencia judicial de 1999 sucedió bajo el auspicio de
agencias gubernamentales.
Reagan, sin embargo, vino a poner fin al
desconcierto aprovechando el propio desconcierto. De un lado atacó sin piedad
la herencia del New Deal, lo que llevaba siendo un consenso en los diferentes
gobiernos estadounidenses desde la década de los años treinta, la intervención
en la economía y unas ciertas políticas sociales que pretendían, en último
término, cohesionar a la sociedad para evitar fracturas con resultados
inciertos. El equipo económico del nuevo presidente aprovechó las sucesivas
crisis del petróleo para introducir un nuevo paradigma consistente en reducir
el gasto público, reducir los impuestos, eliminar las regulaciones a las
actividades empresariales y reducir la inflación. En Reino Unido, un par de
años antes, en 1979, Margaret Thatcher había llegado al poder con un programa
muy parecido. El presidente norteamericano sería incomprensible sin la primera
ministra inglesa.
“Millones de personas de clase media se habían
formado con la idea de que querían ser diferentes y encontraron en el modelo de
sociedad que propugnaba Reagan una forma de vehicular ese sentimiento mediante
lo aspiracional y la construcción de identidad mediante el consumo”. Daniel
Bernabé.
Pero, además, Reagan fue el producto de otra
cara menos explorada de ese desconcierto previo. Los movimientos de protesta de
la oleada de 1968 engendraron una forma de ver la sociedad que abjuró del
Estado y los valores tradicionales y que propugnaba una individualidad
liberadora que, paradójicamente, resultó esencial para entender el
individualismo que permitió a Reagan alzarse con el poder. El salto del hippie
al yuppie, personificado en la figura de activistas como Jerry Rubin, no fue
una excepción ni un capricho excéntrico, sino la evolución lógica que quedó
tras eliminar de la ecuación la protesta y pasar de la universidad a la carrera
profesional. Millones de personas de clase media se habían formado con la idea
de que querían ser diferentes –diferentes a lo pautado– y encontraron en el
modelo de sociedad que propugnaba Reagan una forma de vehicular ese sentimiento
de diferencia mediante lo aspiracional y la construcción de identidad mediante
el consumo.
Podemos afirmar que Reagan fue el síntoma, al
igual que Trump, de un Estados Unidos que vivió las tres décadas de posguerra
en una convulsión mucho mayor de lo que se piensa habitualmente, cuya lucha en
la Guerra Fría contra la URSS dejó severas cicatrices en el desarrollo de su
democracia liberal y cuyos conflictos sociales fueron resueltos de maneras que
muchas ocasiones obviaron su propia legalidad y el respeto a los derechos
humanos dentro de sus fronteras. Trump sería incomprensible sin la crisis
financiera de 2008 y esta, a su vez, sin las desregulaciones introducidas por
la reaganomics. Resulta, no obstante, extraña la escasa vinculación que se ha
trazado entre el último presidente norteamericano y sus sucesores, como si el
millonario fuera un caso aislado dentro del GOP, especialmente por el nulo
respeto a la institucionalidad, algo en lo que Trump sí ha sido pionero.
No así en el uso de la mentira como arma
política, que ya se puede ver en la administración Bush Jr. con el engaño
masivo perpetrado para llevar adelante la Guerra de Irak e incluso la tendencia
autoritaria desarrollada por su mandarín Dick Cheney, que bordeó en más de una
ocasión la inconstitucionalidad con sus decisiones, al ejercer desde su
vicepresidencia, formal e informalmente, tareas que no le estaban asignadas.
Por otro lado, el Tea Party, nacido en 2009 como reacción a la administración
Obama y, más allá, al tímido intento de este por retomar una ligera política
intervencionista en lo económico, son también claros antecesores de Trump,
situando a una de sus figuras, Mike Pompeo, como su secretario de Estado. En el
Tea Party se encuentra ya el uso de las nacientes redes sociales como
herramienta para su propaganda y una peculiar mezcla de tradicionalismo
arcádico con una defensa de lo neoliberal desde el populismo.
Lo interesante no es sólo la obvia conexión de
la administración Bush Jr. con la de Reagan, primero por su padre, Bush senior,
vicepresidente de 1981 a 1989 y presidente en un único mandato hasta 1993,
también por Dick Cheney y Donald Rumsfeld, altos funcionarios desde los tiempos
de Nixon, sino también por una línea que recorre a Trump, el Tea Party y a
ambos Bush y que podríamos denominar como la de los asesores de agitación
inmoral, es decir, el uso de la mentira no sólo para negar los errores propios,
algo habitual en política, sino para destruir a los rivales políticos y crear
un clima social no basado en la adhesión favorable a unas ideas, sino a la
agitación sentimental en contra de unos enemigos a menudo prefabricados. ¿Dónde
podemos encontrar la génesis de esta forma de operar? Precisamente en los años
del Partido Republicano en los años 80.
La mentira seguía siendo habitual en la
política estadounidense, en su faceta de encubrir errores propios o actividades
ilícitas. Encontramos así una continuación del Watergate en el Irán Contra, la
venta de armas al enemigo persa para financiar a los escuadrones de la muerte
ultraderechista en América Central, un caso que estuvo a punto de costarle la
presidencia a Reagan si no hubiera sido por el aprendizaje en situar, entre sus
decisiones y quien las lleva a cabo, a una tupida red de actores secundarios
que fueron absorbiendo la onda de choque del escándalo. En este sentido, la
frase de Hamlet sobre la podredumbre seguía siendo una tradición de la que
prácticamente ninguna administración gubernamental de la primera potencia
escapa hasta nuestros días.
La cuestión es cómo esa mentira, esa agitación
inmoral llevada a cabo por asesores, se fue haciendo habitual dentro de la
propia política de la década de los ochenta. La reelección de Reagan, en 1984,
fue una de las mayores victorias registradas al imponerse a su rival demócrata
Walter Mondale en todos los Estados menos en Minnesota y el DC. Sin embargo, no
es la abrumadora victoria lo que nos ocupa, sino otro detalle. Mondale eligió
por primera vez a una mujer para la candidatura a la vicepresidencia, Geraldine
Ferraro, hecho que en un primer momento preocupó al equipo de Reagan al poner
sobre la mesa una asimetría de resultado incierto. Y aquí es donde entra un
nombre esencial en toda esta historia, Lee Atwater, un asesor que, con sólo 33
años, encabezaba el comité de reelección del presidente republicano.
“La desregulación no fue tan sólo económica,
sino también de una disolución de los principios y las reglas de índole ética.
Si en películas de final de la década como Robocop o Wall Street ya se nos
describe a un tipo de ejecutivo de ambición despiadada, Atwater había sido su
correlato pionero en la asesoría política”. Daniel Bernabe.
De Atwater el New York Times contaba que
"realizó su primera campaña política en la escuela secundaria en Columbia,
Carolina del Sur, una campaña que el director tuvo que ordenar que se repitiera
porque el Sr. Atwater había confundido a sus compañeros de estudios al inventar
un candidato, Dewey P. Yon, y una serie de cuestiones, incluyendo cerveza de
barril y doble almuerzo". La anécdota adolescente nos anticipaba ya un modus
operandi basado no en la exposición óptima de unas ideas y principios, sino en
el uso de la confusión y la mentira para alterar el juicio de los electores. En
1984, Atwater filtró a la prensa detalles turbios del pasado de los padres de
Geraldine Ferraro. Visto los resultados, los republicanos no lo necesitaban,
pero tiraron con todo lo que tenían, incluidas maniobras comunicativas de
agitación inmoral.
Atwater era un personaje tan simpático y
dicharachero como taimado y cruel, pero el carácter no explica su ascenso, sino
unas condiciones estructurales que le permitieron convertirse en una figura
clave del GOP y a sus maniobras tomar asiento en la política norteamericana. La
desregulación no fue tan sólo económica, sino también de una disolución de los
principios y las reglas de índole ética. Si en películas de final de la década
como Robocop o Wall Street ya se nos describe a un tipo de ejecutivo de
ambición despiadada, Atwater había sido su correlato pionero en la asesoría
política. No se trata tan sólo de que él moldeara la forma de las campañas
electorales, sino de que la sociedad que se estaba creando daba un espacio y
una oportunidad para que tipos como Atwater fueran posibles.
Para las elecciones presidenciales de 1988 los
demócratas tenían que resarcirse de la aplastante derrota sufrida cuatro años
antes. Además, para esas fechas, las políticas de Reagan ya habían mostrado su
reverso tenebroso: activaron la economía –con una no declarada inyección de
dinero público a la industria armamentística y tecnológica–, pero estaban
provocando una brecha social cada vez mayor, con un ascenso de la pobreza y la
criminalidad sin precedentes. Si a eso le sumamos que el escándalo del Irán
Contra era tan enrevesado como sonrojante, los demócratas tenían amplias
posibilidades de derrotar a sus adversarios. ¿Quién se postulaba como el
favorito de las primarias demócratas? Gary Hart, un candidato que rehuía la
tendencia clásica para convertirse en la respuesta amable a Reagan: más yuppie
que ejecutivo agresivo. ¿Qué nos explica esto? Que los partidos progresistas,
tal y como les ocurrió a los laboristas británicos, suelen depender demasiado
de las coyunturas pasando a desnaturalizarse. ¿Cómo acabó la carrera de Hart?
Arruinada tras una infidelidad con una joven modelo. Por cierto, la foto del
escándalo resume una época: fin de semana de pasión en las Bahamas, la chica
rubia sentada en el regazo del maduro candidato Hart, que vestía una juvenil
sudadera con la inscripción "Monkey Business Crew", algo así como
"el equipo de los tramposos", nombre del yate con el que fueron a las
islas caribeñas.
¿Quién quedó en la carrera de las primarias
demócratas? Un tal Joe Biden, ese señor que se va a convertir en presidente de
los Estados Unidos en 2021. Biden, sin embargo, no llegó a concurrir a las
elecciones al descubrirse que había plagiado un discurso de Neil Kinnock, el
líder laborista británico. El problema no fue tanto que Biden copiara un
párrafo prácticamente de forma literal, sino que ese párrafo hacía referencia a
los antecedentes de clase trabajadora que le hacían ser el primero de su
familia en llegar a la Universidad, algo que no era del todo cierto. También se
puso en cuestión su expediente académico y su pasado como activista por los
derechos civiles. Un escándalo, sin duda magnificado, que obligó al entonces
candidato Biden a defenderse en lo personal más que centrarse en proponer su
ideario. El ganador de las primarias demócratas fue Michael Dukakis, gobernador
de Massachusetts.
Lo cierto es que fue el equipo de Dukakis,
teóricamente al margen de su voluntad, quien filtró a la prensa la coincidencia
con el discurso de Kinnock, sin especificar que Biden tenía relaciones fluidas
con el laborista y que le citaba habitualmente como ejemplo en sus
intervenciones, salvo aquella vez. Aunque Dukakis despidió al asesor que ideó
la sucia estrategia, John Sasso, el fango ya se había hecho dueño de la
política estadounidense: cuando tú mismo te encargas de extenderlo acabas
también manchado. De hecho, el enfrentamiento de las presidenciales de 1988
entre Bush senior y el demócrata de Massachusetts es una de las campañas más
sucias de la política estadounidense que se recuerdan, una elección que
cambiaría las reglas de lo permitido para siempre.
“El suceso nos comunicaba que Bush había sido
un héroe de guerra, lo cual podría indicarnos su valía como militar, algo que
quizás le valió para trazar la Operación Cóndor, que dio apoyo a las dictaduras
ultraderechistas en el cono sur latinoamericano durante su presidencia de la
CIA a mediados de los setenta” Daniel Bernabe.
Dukakis aventajaba ampliamente a Bush en las
encuestas de ese verano, todo parecía inclinarse en contra de los republicanos esta
vez. El programa del demócrata consistía en hacer valer sus éxitos sociales y
económicos como Gobernador, es decir, en exponer públicamente un programa
diferente al de su contrincante. Lee Atwater, que ya se encargaba de la campaña
de Bush, puso toda su artillería de agitación inmoral para que no se hablara de
política real, sino de supuestos escándalos y problemas retorcidos. Para
empezar, se filtró a la prensa que Dukakis había estado en tratamiento
psiquiátrico tras morir su hermano atropellado por un coche que se dio a la
fuga. Reagan, preguntado por la prensa, dijo: "No me voy a meter con un
inválido", en unas declaraciones tan miserables como medidas.
El infierno para Dukakis sólo acababa de
comenzar ya que a partir de ese momento apenas pudo entrar en campaña con su
argumentario al tener que estar defendiéndose constantemente de los ataques de
la campaña de Atwater, quien utilizaba los anuncios en TV no para hablar de las
propuestas de Bush, sino para atacar al demócrata con falsedades o sencillamente
con el escarnio. Otra de las características de Atwater es que dibujaba
hábilmente a un candidato desde lo personal, no desde lo ideológico. Una
antigua grabación salió a la luz, se trataba de Bush senior siendo rescatado
del agua por la marina estadounidense tras ser derribado su avión por cazas
japoneses en la Segunda Guerra Mundial. El suceso nos comunicaba que Bush había
sido un héroe de guerra, lo cual podría indicarnos su valía como militar, algo
que quizás le valió para trazar la Operación Cóndor, que dio apoyo a las
dictaduras ultraderechistas en el cono sur latinoamericano durante su
presidencia de la CIA a mediados de los setenta. ¿Respondió Dukakis con estas
acusaciones? En absoluto. Su equipo de campaña le llevó a visitar una fábrica
de tanques y le subió en uno delante de los periodistas. ¿Ocurrió algo
excepcional? Tan sólo que Dukakis no era lo entendido en EEUU por un
"action man", provocando la estampa de risas entre los periodistas
que cubrían el acto. Atwater creo un vídeo con Dukakis subido al tanque en el
que añadió sonidos de motor estropeado, su trayectoria antibelicista y una
sentencia: "Este hombre quiere ser nuestro comandante en jefe, ¿América se
puede permitir ese riesgo?".
Las encuestas empezaron a igualarse después de
los ataques, sin embargo, aún todo parecía en el aire. Hasta el debate
presidencial sobre el que planeaba la sombra del último vídeo de Atwater. En él
se veían una serie de presos entrando en una cárcel y saliendo por una puerta
giratoria al instante, en referencia a la política penitenciaria de reinserción
que Dukakis había llevado como Gobernador de Massachusetts. En otro se hacía
referencia a que Bush apoyaba la pena de muerte mientras que Dukakis abogaba
por los permisos penitenciarios. Willie Horton, un preso que cumplía condena en
una de las cárceles del Estado del candidato demócrata, escapó en un permiso de
fin de semana robando en un establecimiento y violando a una mujer.
En el debate electoral, los periodistas, como
ratones al sonido de la flauta de Atwater, preguntaron a Dukakis si apoyaría la
pena de muerte en el caso de que un delincuente asesinara y violara a su mujer,
mientras que la realización enfocaba al candidato y a su esposa, visiblemente
compungida, entre el público. El equipo de Dukakis había preparado con el
candidato concienzudamente la respuesta, una que apelaba a la muerte de su
hermano tras su atropello por un conductor que se dio a la fuga. Sin embargo,
Dukakis, tras pensarse la respuesta, optó por no seguir las indicaciones de su
equipo y sí sus principios, explicando con datos por qué la pena de muerte no
era efectiva para la prevención del delito. Los demócratas volvieron a perder
las elecciones, Bush ganó en 40 Estados, Dukakis tan sólo lo hizo en diez más
el DC.
Lee Atwater fue premiado, tras la exitosa y
mezquina campaña de 1989, que dio la vuelta a las encuestas y permitió a Bush
lograr la victoria, con la presidencia del Partido Republicano. Falleció en
1991 víctima de un fulminante tumor cerebral. Meses antes de su muerte escribió
un testamento público en la revista Life: "Mi enfermedad me ha ayudado a
ver que lo que le hace falta a la sociedad estadounidense es lo mismo que me
falta a mí: un poco de corazón y mucha hermandad [...] En parte debido a
nuestra exitosa manipulación de los temas de su campaña, George Bush ganó
cómodamente [...] Si bien no inventé la política negativa, soy uno de sus
practicantes más fervientes [...] En 1988, contra Dukakis, dije que 'dejaría
desnudo al pequeño bastardo' y 'convertiría a Willie Horton en su compañero
para las elecciones'. Lamento ambas declaraciones: la primera por su crueldad
diáfana, la segunda porque me hace parecer racista, algo que no soy".
Hoy casi nadie recuerda a Lee Atwater, pese a
que su legado está más vivo que nunca entre nosotros.
Fuente: Daniel Bernabe, Estados Unidos,
Política RT
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